1980 MANUAL DEL BAR, A.M.B.A. 3° EDICIÓN

era, como la de nuestros toneles de madera que, dicho sea de paso, ya se conocían. Pero los campesinos, tradicionalistas como siempre, preferían las .ánforas de las alfarerías romanas, juzgadas por Catón, como las mejores del mundo de entonces. Tales ánforas eran as imismo exportadas en gran cantidad. Prueba de eflo es el gran número de "seriae" y de "seriolae", ánforas únicamente de bodega, encontradas en muchos re~tos de naves romanas sumergidas. Es universalmente sabido que el vino, es corno un ser viviente y por lo tanto sujeto a un a contínua y constante evolución, acerbo y áspero en su juventud, pertumado y fragante en su madurez, disipado y amar– go en su vejez. Por esto, una vez hecho el vino, hay que seguirlo en su vida y producirlo hasta la madurez. En la época republicana de Roma, el vino se ponía en ánforas de arcilla de doble asa, de línea esbelta y capacidad de 26 litros aproximadamente y que servían como unidad de medida, las ánforas se embadurnaban interiormente con mezclas a base de resina, azufre, pez y cera. En ellas se vertía el vino joven dentro de su primer año de vida. Las ánforas se cerraban con ta– pones de corcho o de terracota y se sellaban. En las paredes exteriores o sobre una pequeña tabla, se es– cribía el origen del vino y Ja fec ha de la vendimia ex– presada en aquella época, con el nombre del cónsul y el año de Sll consulado. En tales condiciones el vino empieza SLt proceso de envejecimiento. Hasta el año 100 a. C. aproximadamente se hizo en– vejecer el vino con métodos naturales, después alguien descubrió un ingenioso (y suponemos, provechoso) sistema para envejecerlo artificialmen te. Se conducía el humo de las calderas de los baños y de los hornillos de Ja coci na, a una habitación muy bien situada, con frecuencia, encima del local de los mismos baños don-

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