1948 El Arte del Cantinero (Mixellany)
y su corazón fuesen registrados de la manera que se necesi- laba» cada uno de los días que allí permaneciesen, teniendo la obligación de recogerse o acostarse» a las once de la no- che, y estar levantados y pesados todos los días, igualmente, a las siete de la mañana» aceptar las pruebas a que fuesen so- metidos de pasear cuatro horas cada día por el bosque, y que los domingos, habían de realizar iguales cosas que el resto de la semana. Que no podían beber licor alguno» que no fuese el whisky que nosotros les diésemos tres veces por semana» guardado en botellas sin marca determinada. Pero nosotros no les hemos hecho saber los propósitos que perseguíamos con nuestras pruebas» para evitar cualquier juicio parcial o imparcial que ellos pudieran emitir sobre el caso. Estos diez hombres habían venido a la montaña llenos de entusiasmo y alegría, a pesar de las esenciales restriccio- nes a que iban a ser sometidos. Ellos iban a vivir por espa- cio de seis semanas» como los hombres debieran vivir en to- da su plenitud. Y cada uno de ellos estaba preparado para vivir de esa manera. Uno de ellos era ingeniero; el otro» pin- tor; actor, otro; otro más, era abogado; otro» era jefe de im- portante industria. De todos ellos, ninguno era físicamente débil ni estaba acostumbrado a vivir una vida muelle y apol- tronada. Todos eran fuertes» vigorosos» endurecidos por el trabajo y preparados para la lucha por la vida; gozaban de una salud perfecta. Pero ellos parecían demostrar su incomodidad» al dejar esa mañana la suave y templada temperatura del pullman» pa- ra saludar el clima natural que les brindaba la campiña inver- nal en que se ambientaban» y que contenía muchos grados más frescos que ellos conocían en la ciudad de que venían. Uno de ellos» pie en tierra y entre la nieve» se quitó con la punta del zapato» la nieve que cubría uno de sus pies. Otro» juguetonamente» se la retiró con la punta de un bastón. La mayor parte de ellos se subieron» para abrigarse» los cuellos de los sacos. Y Eduardo» hundió sobre sus orejas el bombín con que cubría su cabeza, preservándose del frío. Una sema- na más tarde que la nieve había batido todos los records que conocíamos» los hombres no le daban importancia al suceso y se fueron a cazar venados unos, y otros» a pasear con skis. Dos de ellos, fueron a nadar. Y se encontraban tan a gusto con sus rudas y ásperas ropas de invierno, como se habían en- contrado cuando yo había hablado con ellos» elegantemente vestidos» en el Club Harvard de New York. Todas las mañanas, a las 7» eran pesados en ropas me- nores» por el médico. Quince minutos más tarde, se reunían en el salón de pruebas» donde cada pareja de hombres tenía un departamen- to especial semiprivado y bien alumbrado. Por espacio de
Digitised by Jared M Brown & Ani tatia Mille , 2009
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